CUANDO MUERAS VAMOS A CELEBRAR
Cuando Mueras vamos a celebrar
Alvaro Corbalán Castilla está quedando ciego y alegra.
Nos ponemos contentos. Sentimos que fracasamos por no haber colocado su espalda pegada a un muro de algún cementerio en la mejor hora de un buen día.
Hay heridas que nunca sanarán.
Esas son las que lleva la historia de miles de pedazos de chilenos que fueron golpeados con odio, muchos sin saber el sentido de las preguntas entre tantos apaleos en comisarías, regimientos o centros de tortura.
Ellos vestidos del poder arrebatado a la mala, bajo el poder de las armas, la infamia, la traición que se apropió de todo y de la vida sin pedir permiso para cobrar las monedas delgadas con las que se le pagan a los traidores.
Nos quedamos sintiendo que la razón de su eterna ausencia de nuestros compañeros y familiares tiene que ver con ser feliz, algo así, sencillamente vivir mejor y más dignamente.
Esta historia viene de muchos años de trabajo, esfuerzo y la tozuda esperanza que en algún momento un presidente o un líder justo y valiente se acordara de ellos para invitarlos al convite de la certeza en un mañana menos amargo, como la que contaban los abuelos allá en el norte o en el lluvioso sur donde muchas veces se confundieron las lágrimas nacidas de lo incierto.
En su gran mayoría ese agresivo, violento y eterno dolor se radicó entre los más pobres, los que vienen por decenios arrastrando el desprecio del que fueron objeto por los dueños de las fábricas, los que hicieron dormir con sus hijos junto a los animales en algún establo desde donde no podían ver las estrellas. Los tantos y tantos que salieron a las calles para exigir lo justo.
Miles y miles de hombres y mujeres tienen su historia propia de dolor, de búsqueda con su larga angustia, de golpear todas las puertas de los cuarteles para que la pregunta naciera sin respuesta. Sabemos que los disparos de los fusileros ahuyentaron las palomas, eso lo sabemos. Sabemos que los diarios en esos tiempos no servían, eran inútiles, cuando las palabras no sirven como canta el poeta.
Cómo saber si la obligaron para que abandonara a sus seres queridos con dolor, o sencillamente se subió al tren y desde la pisadera sacó su pañuelo con alegría de enamorada y se despidió de sus amigos y camaradas. Tantos que saben que en aquellos lugares no hubo palabras en esos instantes y que por eso ellos cuentan la verdadera historia que hay que contarla tal como sucedió, como la dejaron así los esbirros.
Cómo saber si en esos momentos militares sentía hambre cuando la recuerdan cantando en el hombro de su madre mientras se hacían las tostadas antes de ir a la universidad.
Cuántos cruzaron la calle Ahumada en la Ovalle Negrete en esos meses grises y oscuros con un certificado de nacimiento, para que sepan que es verdad que existe y es un buen padre, o el hermano mayor de los cuatro menores que lo están esperando en casa. Todo un país gris, opaco respirando hasta la mitad.
Es una herida que guarda la patria, las palabras del campesino que pidió le dejaran recoger su cosecha de maíz porque con eso viviría su familia el año que seguía y lo encontraron en un horno allá en Lonquén. Se deja constancia también que allá en Chihuio se abrazaron entre ellos antes que los matara el ejército y mientras la lluvia dura mojaba la tierra. Levantaron los brazos al cielo gritándole al rey de los príncipes que los salvara y aquel invocado corrió sus cortinas.
En esos tiempos militares de duerme vela, cuando ellos eran dueños de la vida porque Dios estaba ocupado, cuando ni los confesionarios eran invencibles y amarrado a un poste fusilaban a un cura sin venda, y su hermano partía sin comunión desde La Esmeralda, con esos pedazos de la historia se vive. Cuando tantos años de viajes a la escuela y subirse a los árboles para buscar pájaros en sus nidos terminaron convertidos en un bulto en el portamaleta de una camioneta sin número. Allí iba la vida, a eso los condenaron.
Preguntaban cuánto era dos más dos y eran cinco y todo se volvía incierto. Para los que hablaron despacito porque en esos años todos se hicieron tejedores del silencio. Entonces el grito, el miedo y temblaba el suelo como si de un injusto terremoto se tratara.
Hasta los tiempos actuales muchos odian los diarios y rompieron la radio cuando escucharon su nombre que contaba una mentira, que aquello no era cierto porque la noche anterior se habían amado fuerte, tanto así porque entre ellos no pasaba ni el viento. Hoy algunos ya más cansados hacen más lento los pasos cuando recuerdan la esquina aquella de la manifestación primera y la bandera a dos colores. O de aquel viaje en tren lleno de pasajeros liceanos para ir a ver a Fidel Puerto Montt.
Nos duele septiembre y octubre y todas las estaciones que llegaron sin respuestas y que aún les faltan a tantos.
Posiblemente si los sencillos, los buscadores de la verdad y la vida hubieran sido los presidentes y ministros cantaría la patria de otra manera. Lo escrito está para la mejor respuesta necesaria en el dolor de esta pausa absurda en nuestra historia.
Muchos culpables ya no están. Huyeron con sus cómplices convertidos en hombrecitos chiquitos que no llegaron a la altura de dignos, algo así como un gusano del que se alejan las mariposas para que se hunda en la basura que la buena lluvia acerca y desaparezca en las alcantarillas.
Qué decir de los días que pasan ellos en uniformes viejos mientras se les cae la baba sobre su plato de torturador, o los que casi ya ciegos dan manotazos para espantar las moscas que los esperan intranquilas. Sus manos que no pueden abrochar sus zapatos, esos que golpearon el rostro bueno y los ojos de Catalina que tenía tantos besos y caricias.
Satisface que lo vean sus hijos y sus nietos con la cabeza caída sin poder sacar una sonrisa y que esté pegada aquella mueca horrible, mientras les cuentan que es un héroe de una guerra que nunca existió. Alegra imagino con el miedo para dar el primer paso y entrar a sueños donde sus pesadillas los acorralan hasta hacer que se mojen sus zapatos con el olor que tienen los puentes y las esquinas.
Como si de un circo sacado de algún cuento de terror entre ellos se ayudan, y en fila llegan a los baños donde no los reconocen los espejos para que si en algún momento les pregunten como fueron los días de esos bellacos, ratas, miserables, la nada misma de la misma, nada tengan que responder.
Allí y así es lo justo, no puede ser de otra forma.
Se logró encontrar y juntar todos los pedazos que destruyeron lo que más se quería en la vida. Duele que un padre o un sobrino fue llevado en la palma de una mano en el recorrido al camino al cementerio con algo parecido a un hueso, que era una parte del que llenaba la mesa con su risa estruendosa los almuerzos de los domingos.
Llegan las viudas de los verdugos Kast/Moreira/Macaya/la familia militar a la hora del consuelo para contarle que el nieto llevará su nombre y piden les deje como herencia su medalla al valor, llévenle entonces curas sordos. Los pájaros cruzan el patio sin detenerse para ir a contarle a los volcanes que ya quedan menos días en el calendario de los verdugos.
Y la vida continúa a pesar de todo lo inconcluso con la que se construyeron los calendarios que esperaron la alegría que tiene el color sepia de la traición y el olvido, de la complacencia y la ignominia. Ese asco de saber que olvidaron a sus compañeros muchos de los cuales no están para que ellos vivieran, porque para que aquello sucediera en esos lugares oscuros y militares se instalaron en una ciudad que inventaron entonces los nuestros prometiéndose no conocer ninguna calle, ni los números, ni los teléfonos, ni el color de los pantalones hasta dejar a las sombras mismas desnudas.
La insistente memoria escribe y así tiene que seguir. Y si ellos creen que a los nuestros los hemos olvidado está como testigo el banco de una escuela primaria en Rio Negro, o la última sala al lado de la escalera en el Liceo de Hombres de Osorno.
No hubo guerra, todo fue una masacre.
Queda habitando la incógnita quien era el que sacaba los nombres de la muralla para que salieran en su búsqueda toda esa jauría que golpeó de forma inmisericorde la vida de nuestros compañeros, y aunque para nuestros nietos y sus hijos sencillamente seamos una foto, ellos conocerán toda la verdad.
* El Clarin de Chile - Pablo Varas