LAS COMUNICACIONES SECRETAS ENTRE LA DINA, EL MINISTERIO DE JUSTICIA Y LA CORTE SUPREMA
Las comunicaciones secretas entre la DINA, el Ministerio de Justicia y la Corte Suprema
Los oficios muestran cómo la policía secreta intervino y presionó a las distintas estructuras del Poder Judicial. El temido coronel Manuel Contreras acusó a jueces, espió a alcaides y definió a su arbitrio quién permanecía detenido o era enviado al exilio, aún desoyendo al máximo tribunal del país. Este es el primero de una serie de reportajes elaborados con archivos secretos de la dictadura cívico militar, encontrados por el centro periodístico El Corresponsal y divulgados por un grupo de medios, entre ellos The Clinic.
El 13 de agosto de 1977 el coronel Manuel Contreras miró por última vez las oficinas de la DINA, las instalaciones desde donde comandó el asesinato y desaparición de cientos de opositores a la dictadura cívico militar del general Augusto Pinochet. Estaba convencido que era un intocable.
A él —pensó— jamás lo alcanzaría la Justicia de Estados Unidos, la que ya lo buscaba por su papel en la planificación del atentado explosivo contra el excanciller chileno Orlando Letelier y su secretaria, Ronnie Moffitt, asesinados el 21 de septiembre de 1976, en Washington, a sólo cuadras de la Casa Blanca.
El «Mamo» Contreras, quien en esos años de poder absoluto llegó a crear incluso el Plan Cóndor, la coordinación represiva del Cono Sur, disponía a esa fecha de hombres leales en todas las estructuras del Poder Judicial.
De hecho, llevaba años dando instrucciones a los ministros de Justicia y escribiendo advertencias a los miembros de la Corte Suprema. También a cancilleres y jefes de prisiones. Él sabía que un poder de esa naturaleza no desaparecería de un día para otro.
Aún más, nada le hizo pensar en esos instantes finales que sus secretos serían encontrados décadas después en anaqueles olvidados del Estado. Que los vestigios de su intervención en el Poder Judicial asomarían cuando de él sólo quedarán cenizas y condenas inconclusas por crímenes de lesa humanidad.
Que su pretendida limpieza ideológica del Poder Judicial quedaría registrada en cientos de oficios y documentos encontrados por El Corresponsal, décadas después.
«DABA TRATO DE “COMPAÑEROS”»
Lo cierto, a la luz de los documentos revisados, es que la persecución contra funcionarios sospechosos de ser leales al presidente Salvador Allende (1973-1990) comenzó a ejecutarse incluso antes de que el coronel Contreras iniciara sus operaciones para cooptar el Poder Judicial, entre 1974 y 1977.
Uno de los primeros actos de esta naturaleza ocurrió el 25 de octubre de 1973, cuando el presidente de la Corte de Apelaciones de Chillán, Lionel Beraud, se sentó en su escritorio y revisó la resolución redactada por el ministro Antonio Castro contra la secretaria del Juzgado de Yungay, Luz Matus Pincheira.
«Daba trato de “compañeros” a los dirigentes marxistas de la empresa Maderas y Prensados Cholguán», leyó el magistrado, entre las acusaciones de aquel sumario administrativo zanjado pocas semanas después del golpe de Estado (ver documento 1).
El dictamen, que fue enviado al Ministerio de Justicia como parte de la coordinación represiva, enumeró otra serie de rumores, para justificar la remoción de la funcionaria.
El alcalde de Yungay, Sergio Benavente, aseguró ante la Justicia que «personas responsables, que merecen fe, dicen que Luz Matus sería militante del Partido Socialista». La abogada María Eliana Loyola agregó que la vida íntima de la secretaria judicial «no estaba en concordancia con el decoro». El juez Hugo Sandoval disparó que su subalterna creía que el país caería en una dictadura.
La funcionaria, conminada a confesar sus ideas políticas, lloró y admitió que era simpatizante del derrocado presidente Salvador Allende. También relató que estaba desesperada, porque no tenía noticias de sus familiares, desde el 11 de septiembre de 1973, el día del golpe de Estado. «Somos todos de izquierda», dijo.
En Santiago, mientras el Ministerio de Salud coordinaba el retiro de cadáveres desde las calles (ver documento 2), el Ministerio de Justicia comenzó a trabajar por primera vez en la redacción de una ley de Amnistía (ver documento 3), bajo la tutela del general Herman Brady, uno de los cabecillas de la asonada cívico militar, y el único oficial que se atrevía a tutear a Pinochet esos años.
La idea, desde un inicio, fue disponer de leyes y una judicatura que facilitaran la represión. Por eso, se comenzó a trabajar en el Ministerio de Justicia en la selección de personal para las distintas estructuras del Poder Judicial.
En paralelo, el general Augusto Pinochet decidió articular un cuerpo de asesores castrenses que le ayudara a desplegar políticas públicas en todos los ámbitos de acción del Estado, pero con un marcada preocupación por la seguridad interna y la batalla geopolítica exterior (ver documento 4).
Todo comenzó a desbocarse en los pasillos de los tribunales en 1974, cuando el coronel Manuel Contreras abandonó el campo de torturas de Santo Domingo, para convertirse en el oficial que lideró un millar de asesinatos y desapariciones dentro y fuera de Chile, desde las oficinas de la temida Dirección de Inteligencia Nacional, la DINA.
En definitiva, los años en que el Estado chileno, cual Al Qaeda, cometió atentados en Washington, Roma y Buenos Aires, a punta de explosivos y balazos.
«UNA CONTRAPARTIDA DE DESCONCIENTIZACIÓN»
«El Mamo», aquel alumno sobresaliente de la Escuela de las Américas en Panamá, como si no tuviera contrapesos, comenzó a ordenar el retiro selectivo de funcionarios desde los tribunales y Gendarmería, la guardia penitenciaria. Escribió órdenes a la Corte Suprema, a los ministros del régimen y al Consejo de Defensa del Estado. También a la Cancillería y Defensa (ver documento 5).
Cualquier desliz fue motivo para desatar la ira del hombre que en los albores del golpe de Estado controló el puerto de San Antonio, encarcelando y torturando incluso a una veintena de menores de edad, algunos del propio colegio en que estudiaba su hija, Mayte.
«¿Qué le podían preguntar a alguien de quince años? No lo sé. Creo que les importaba un cuesco lo que dijeras sobre el centro de alumnos del liceo. Los interrogatorios se convirtieron más en un momento para probar los métodos para hacerte hablar. No había nada tan importante que un escolar pudiera decir. Te tenían de conejillo de indias, para entrenar a los futuros agentes de la DINA. Ahí estaba también el médico, Vittorio Orvieto, que autorizaba a seguir o no con las torturas que te aplicaban», recuerda de esos meses la entonces colegiala Ana Becerra.
Con ese poder inhumano, Manuel Contreras arremetió en febrero de 1974 contra la gendarme Betsabé Soto de la cárcel de San Antonio, ordenando el retiro de esa funcionaria del servicio de prisiones (ver documento 6). Fue la primera medida de ese tipo registrada en los oficios secretos encontrados por Corresponsal.
Su decisión, como jefe de Zona en Estado de Guerra, fue acatada sin reparos por el Ministerio de Justicia. Contreras creyó entonces que él era el segundo hombre al mando del país, después del general Augusto Pinochet, a quien se refirió siempre como «el Jefe Supremo de la Nación».
En esas semanas, y con miles de prisioneros políticos sobrepoblando las cárceles, los ministerios de Defensa, Interior y Justicia comenzaron a discutir la posibilidad de tener campos de detenidos exclusivos y permanentes para miles de opositores.
«(En estos recintos sería) factible hacerlos realizar trabajos que ayuden la situación socioeconómica de sus familiares y a través de esta labor y la colaboración hacia ellos (sic), se puede lograr una contrapartida de desconcientización», sopesó en esos intercambios confidenciales el secretario ejecutivo nacional de detenidos, el coronel
Jorge Espinoza (Ver y documento 8).
«LOS MOLDES MÁS PUROS»
En junio de 1974, con la creación legal de la DINA, y los tribunales militares operando a tiempo completo, la dictadura pidió directamente a la Corte Suprema que dejara de revisar los fallos emitidos por la justicia castrense, a través de un oficio reservado.
«Por razones de orden práctico, y especialmente referentes a la seguridad nacional, se considera que no sería prudente hacer partícipe a la Excelentísima Corte Suprema cuando los tribunales militares entran en funciones por encontrarse el país, de hecho, frente a una guerra exterior», escribió el ministro de Justicia, Gonzalo Prieto (ver documento 9).
El funcionario, tras agregar que sólo al gobierno le correspondía calificar si el país estaba ante una confrontación bélica, aseguró a la Corte Suprema que las nuevas autoridades militares buscaban actuar con «los moldes más puros del Estado de Derecho».
Unos días después, el presidente de la Corte Suprema, Enrique Urrutia, prometió estudiar la propuesta, sin deslizar mayores cuestionamientos (ver documento 10).
En paralelo, «El Mamo» comenzó a instruir quiénes debían ser designados como funcionarios y jueces en las diferentes cortes del país, como una forma de garantizar su propia impunidad.
«La Dirección de Inteligencia Nacional sugiere la conveniencia de nombrar a la persona que se indica en la vacante producida en la secretaría criminal de la Ilustre Corte de Apelaciones de Santiago», informó por ejemplo en 1974 el subsecretario de Interior, Enrique Montero, al Ministerio de Justicia (ver documento 11).
Sin embargo, unos días después, incidentes judiciales en Linares enturbiaron por primera vez la relación entre militares y jueces, cuando sorpresivamente el magistrado Alfredo Sánchez intentó imponer su autoridad a la policía secreta.
«UNA MANZANA CON VENENO»
El conflicto comenzó a gestarse a mediados de 1974, cuando el militante de Patria y Libertad Miguel Becerra Hidalgo, arrepentido de sus decisiones, se convenció de que debía abandonar la secta pedófila alemana de Colonia Dignidad, ubicada en Parral, a unos 380 kilómetros al sur de Santiago.
Becerra también quería dejar de ser informante de la Dirección de Inteligencia Nacional.
Es decir, pretendía desafiar al mismo tiempo el poder de dos de los criminales más peligrosos en la historia de Chile. Por un lado, el líder de Colonia Dignidad, Paul Schäfer, y, por otra, el recién nombrado jefe de la policía secreta, Manuel Contreras.
Becerra, cegado por sus creencias, había arribado a Colonia Dignidad con un hijo de trece años, de igual nombre. Pronto descubrió, sin embargo, que el supuestamente idílico enclave alemán era un infierno, donde los niños eran separados de sus padres y sodomizados por Schäfer, a veces a diario. Sometidos a electroshcks y drogados.
Consciente del celo de sus jefes, responsables de muertes, desapariciones y torturas incluso de menores de edad, Becerra optó por explicarles a ambos su intención de abandonar su papel como informante y de emigrar fuera de Chile, a algún poblado en Argentina.
Sus restos —como era de esperar— aparecieron el 29 de julio de 1974 en la carretera Panamericana, a seis kilómetros de Linares, luego de que el antiguo militante de Patria y Libertad comiera una manzana envenenada con pesticida y que Schäfer quedara como tutor de facto de su hijo, a quien convirtió en su guardaespaldas con los años.
La abrupta muerte de Becerra desató una investigación a cargo del magistrado Alfredo Sánchez, quien, alertado por fuentes anónimas, pidió a Manuel Contreras antecedentes del caso y del destino de algunos opositores inculpados falsamente del delito, como Jorge Batarce y Mario Pereira.
En Santiago, Contreras entró en pánico. Nunca antes un juez había llegado tan cerca suyo. ¿Cómo era posible que supieran su nombre, su cargo y su dirección personal? Era un desastre para cualquier jefe de inteligencia, pensó.
Pero había otro detalle… El propio general Augusto Pinochet, escoltado por Contreras, debía viajar el 20 de agosto de ese año a la Colonia Dignidad, a supervisar la producción secreta de armas del régimen en ese enclave, el que sería utilizado los próximos meses como campo de detención y exterminio. También como centro de comunicaciones (escuchar mensaje en morse).